Culturas

por Pascal Jacob

En medio de su novela Et que le vaste monde poursuive sa course folle, el escritor Colum McCann deslizó una fotografía. La imagen era rectangular, en blanco y negro. Se distinguían las torres del World Trade Center conectadas entre sí por un cable, con un hombre cuya silueta suspendida parecía dibujar una cruz. De pie en las nubes, bailaba sobre el vacío, frente al piso 110. Todo el libro gira en torno a esta “miniatura negra en un cielo tormentoso (aureolada por) un silencio terrible, magnífico, a la escucha de sí mismo”. El cable inspira a los poetas y a los filósofos, ya que es la metáfora del destino y de su fragilidad y también el símbolo de la elección de un eje, de una dirección, la expresión de un deseo potente de cruzar las incertidumbres de la existencia. Para Nietzsche, “el hombre es una cuerda tendida entre el animal y el Superhombre – una cuerda sobre un abismo”.

El deseo de vacío


“Orador, profeta o arlequín
siempre huyendo con desprecio
Esos adoquines que el transeúnte pisa,
Anda sobre las orgullosas cumbres
O sobre la cuerda despreciable, pero
por encima de las frentes de la muchedumbre.”

Théodore de Banville, « La Corde roide », Odes funambulesques, 1856.

Apropiarse del cable hoy en día, es elegir cuestionar al hombre en su búsqueda fundadora del Otro, sobre la imposibilidad de existir solo, sin reflejo ni mirada. El funámbulo es la encarnación de la alteridad: halla en lo más profundo de su ser un valor sin límites, se absuelve del miedo y de la razón, y se hunde en lo más profundo de los más agudos terrores desde que la humanidad se enfrenta al Bien y al Mal.

 

 

Sufre también, como lo describe Philippe Petit en su Traité du funambulisme : “Cada segundo raspa como una piedra de afilar. Un dolor interminable se apodera de su cuerpo para reducirlo músculo por músculo. Si se resiste y pasa el límite de lo intolerable, entonces el suplicio se extenderá a los huesos que van a quebrarse uno a uno, atravesados por el cable. Será un esqueleto en equilibrio sobre una cuchilla.” Pero la abnegación y el amor del acróbata son más fuertes que el dolor y la angustia. Enceguecido por su deseo de vacío, niega la realidad y asciende a un nivel de inconsciencia que le permite vencer. Cruza el espejo. Es una metáfora elegante de la obstinación del acróbata en empujar los límites, en comprimir la razón en un cinturón de cuero cada vez más estrecho, en borrar los obstáculos más insignificantes que podrían contradecir el éxito de lo que no tiene ninguna importancia, para el común de los mortales, pero que le impide vivir y a veces respirar hasta que llega su realización. Quizá se trata simplemente, como lo sugiere de manera bonita el funámbulo Jean-Thierry Baret, “de palpar el aire”… Componer con el vacío: sobre su cable, el acróbata está siempre en el centro de algo. Su cuerpo es un eje, su movilidad el medio para construir una secuencia. Un simple cable tenso, sin otro artificio, y es un primer paso hacia el misterio del equilibrio, del desequilibrio controlado, viva encarnación de la figura del acróbata como factor de progreso.

Equilibrio y asimetría

Según Jean Clair en su brillante introducción en La Grande Parade, “el hombre, primer primate en adoptar la posición bípeda, es también el primer saltimbanqui. Atreviéndose a erguirse sobre el suelo, vacilar, luego avanzar, sin tropezar, hallar su camino sobre dos pies, fue, entre los mamíferos, el primer funámbulo que recorrió el hilo invisible de su existencia”.
El equilibrio sobre alambre genera una disimetría natural, donde el cuerpo se reequilibra sin cesar para avanzar. Esta mezcla de tensión y fragilidad del cable, como gran divergencia jamás resuelta entre equilibrio y desequilibrio, es la que seduce a escritores y poetas. Hallan en la representación del funámbulo o el volatín de cuerda, una infinidad de pretextos para desarrollar alegorías y metáforas, para jugar con la idea de pasarela, de fatalidad y de incertidumbre.
Cuando Goya, hacia 1820, instaló su caballo y su Reina del Circo sobre una cuerda floja, obviamente colocada en el suelo, jugaba con una ilusión, pero también compuso una imagen fuerte donde se imbrican los planes y se restablecen las dudas del que observa : ¿este equilibrio, montaje complejo e improbable, es acaso (im)posible? Retomando el principio de fragilidad, otros pintores se apoderaron de la figura del funámbulo para composiciones más previsibles y más lógicas, pero generadoras de una poesía del vacío y de la espera. De la ligereza de Jean-Louis Forain con su graciosa y delicada Funámbula, en 1880, o de Toulouse Lautrec en 1899 con Danseuse sur corde que prueba con la punta del pie, en su última vacilación, la flexibilidad de su aparato antes de lanzarse sobre el abismo; pasando por la elegancia de Everett Shinn con La Funambule en 1924, óleo sobre tela, que muestra una silueta fantasmagórica, centelleante y llena de gracia, contrapunto de una araña de techo luminosa y espectral que resplandece en el balcón de un palco; hasta en los fulgores de los registros extremos de Paul Klee, Max Beckmann o de Marc Chagall cuya criatura mercurial que habita los cielos oscuros o transparentes, encarna bien esta sensación de dureza e intransigencia del cable.

 

Vivir la caída

Jugar hoy con un cable, es correr el riesgo de tejer de manera distinta los hilos del destino de los hombres. Bailar sobre el cable mediando cuerpos singulares, acostumbrados a jugar con la duda y los límites, es afianzar en la carne, la sangre y los músculos otra percepción del amor y del fracaso. El acróbata niega la caída. La rechaza, con todas sus fuerzas, la detesta y le huye. Bailar, correr o saltar, es enfrentarse más y más a lo indecible, a lo aleatorio, a la dolorosa y punzante cuestión de la caída. Ser acróbata, es obligarse a caer. A caer sin razón. A burlarse de la propia potencia y aceptar ceder, vivir la condición de superhombre, aceptando frustrarla. Caminar sobre la cuerda floja, es avanzar al borde del abismo… Los bailarines de cuerda y los funámbulos tejen la historia de una humanidad que debe morir y renacer sin fallar.
Caminar sobre un alambre, es ofrecerse con fuerza a la probabilidad de una caída, a veces mortal: la muerte como una salida que funda y deseca a la vez. Definitiva y determinante. Orfeo ganó la posibilidad de volver a actuar su destino. La de desenredar y volver a anudar sus hilos. Bailar hoy sobre la cuerda, es apropiarse finalmente del destino de la Humanidad, es darse otra oportunidad, con o sin balancín, de oponerse a la desesperación y al fracaso. Es triunfar.