por Pascal Jacob
El hombre siempre intentó liberarse de las leyes de la gravedad, alejarse del suelo. Volar. Ícaro, obviamente constituye un primer mito a tener en cuenta, pero fue La Course aux trapèzes creado por el tolosano Jules Léotard quien cambió la percepción de la acrobacia hasta allí más bien asociada al suelo. Los saltos variados fueron un buen preludio al vuelo, pero el trapecio volante, heredero de los ejercicios de Léotard, fue lo que permitió a los hombres y a las mujeres de circo abrir un nuevo capítulo de la historia de la proeza volviéndola aérea.
Trapecio fijo, trapecio Washington, trapecio volante, trapecio danza, la arborescencia de este antiguo aparato, el trapezion griego, apreciado en los gimnasios antiguos y que significa “pequeña mesa”, ofreció a partir de una forma que evoluciona poco, de una técnica a la otra, un repertorio de figuras a la vez comunes y específicas. Si bien el trapecio en todos sus formas permaneció la técnica aérea por excelencia, no obstante otras estructuras, otros aparatos, suspendidos, fijos o en balanceo, permitieron a su vez la escritura de una infinidad de secuencias acrobáticas ofrecidas por encima del suelo, a veces incluso a muy gran altura.
Anillas, bambú, silla y cuadrante aéreo, telas, cintas, hamaca aérea, cuerda volante, paso de mosca y barras fijas utilizadas como aparatos aéreos como en el caso del Peresvoniy – le Carillon, 1990 – o de la compañía entrenada inicialmente por Vilem Golovko del espectáculo Ô – Cirque du Soleil, 1998 – que voltea en las estructuras de un buque suspendido por encima de una inmensa pileta artificial. Con Léona Dare y Andrée Jan que presentaron sus números sobre un trapecio respectivamente colgado bajo un globo aerostático y un helicóptero, o también con el acto de fuerza capilar de Miss Stena también bajo un globo aerostático que se elevaba bajo la cúpula de los más grandes circos y teatros de Europa, la acrobacia aérea se afirmó también como un poderoso vector de curiosidad.